ARTÍCULO DEL PRESIDENTE Y EDITOR DE LA VOZ DE GALICIA
En su empeño por sostenerlo y no enmendarlo, el presidente del Gobierno ha vuelto a lanzar un nuevo alegato contra la clase media. Con su habitual estilo, se ha limitado a decir hace apenas unas horas que vendrán más medidas duras y difíciles, pero se ha negado a concretar qué nuevas penalidades va a exigir a la población. Y mientras, los líderes del PSOE -ahora parapetados en su agujero- esperan el fatal anuncio mirando hacia otro lado, más pendientes de sacar rédito de las encuestas electorales que de los problemas reales que sufren hoy los ciudadanos.
Triste para España. Pero nada sorprendente en la forma de actuar de quienes han venido malgobernándonos desde que comenzó la crisis, hace ya cinco años, hasta llevar el país a la deriva.
El solo anuncio de semejantes presagios, después de todo lo ya vivido, revela la absoluta falta de perspectiva con que actúan los supuestos líderes, que han decidido pasar toda la factura, sin contemplaciones, a la gente esforzada, en lugar de rectificar y corregir los desmanes que ellos mismos han generado y alimentado hasta construir un Estado insostenible.
Ni uno solo de sus torpes movimientos se ha dirigido hasta ahora a favorecer la creación de empleo y riqueza. Y ni una sola de sus medidas ha apuntado al verdadero corazón de los desajustes, que no es otro que el exceso de gasto, despilfarro e ineficacia en el hipertrofiado aparato de las Administraciones públicas.
Si de verdad se tratase de reformar el país para hacerlo competitivo, mucho antes de tocar la sanidad, la educación y los servicios sociales habría sido necesario plantearse un modelo de Estado propio del siglo XXI, en lugar de seguir acrecentando, parche tras parche, una herencia decimonónica fundamentada en el disfrute del poder más que en el servicio a los ciudadanos.
Basta aproximarse someramente a algunas cifras para entender el dislate que se está produciendo en España por los excesos de una organización política insoportable.
Cuenta el país con más de 70.000 políticos. Todos juntos formarían una mediana ciudad, a la que habría que sumar como residentes no siempre bien censados a la pléyade de asesores, técnicos y cargos de confianza de que se dotan para ejercer sus funciones, casi siempre electoralistas. En ese grupo aparecen los 1.184 diputados de los Parlamentos autonómicos, que cobran entre 3.000 y 6.000 euros mensuales, aunque hay casos en que llegan a los 9.000. El coste global de esas Cámaras territoriales se acerca cada año a los 400 millones de euros.
Con esas cifras, ni los diputados ni los partidos políticos parlamentarios, que en el primer trimestre del año ya han percibido 17 millones de euros en subvenciones, son capaces de hacer creíbles sus discursos sobre la crisis, porque sus caras de circunstancias se antojan falsas, tan alejados como están en su comportamiento de lo que demandan al resto de los ciudadanos.
Si tomasen en serio los problemas que padece España, sabrían que hay instituciones obsoletas que pueden borrarse de un plumazo con el consiguiente ahorro para las arcas públicas. Como las diputaciones provinciales españolas de régimen común, que cuentan con unos ingresos anuales de más de 6.200 millones de euros.
En el caso de Galicia, estas instituciones predemocráticas aportan, además, ejemplos culminantes de derroche, como se observa en la creación de hipódromos, el mantenimiento de pazos, castillos y fincas, o la contratación irracionalmente exagerada de personal, como sucede en el caciquil caso de Ourense.
Por si fuese poco, Galicia cuenta con 315 municipios (siete más que todo Portugal), muchos de ellos incapaces de atender sus propias necesidades de funcionamiento. Cerca del 40 % no logran ingresar por sus servicios ni la mitad de lo que se les aporta desde los presupuestos del Estado y de la Xunta.
Las comunidades autónomas, resultantes en tantos casos del irracional café para todos, se han convertido en el gran sumidero de los impuestos de los contribuyentes, con presupuestos que -salvo las de menor población- rondan o superan los 10.000 millones anuales, hasta llegar a cifras como los 16.000 de Madrid o los 32.000 de Andalucía y Cataluña.
Gran parte de ellas generan deudas inasumibles, como los 41.800 millones de Cataluña, los 20.800 de Valencia, o los 7.000 de Galicia. En total, la deuda reconocida por las comunidades autónomas en el año 2011 superó los 140.000 millones.
Algunas de ellas, enfrascadas en su política narcisista, continúan incrementando su ego abriendo supuestas embajadas privativas, como si no fuesen ya suyas todas las que España tiene en el mundo, por cuyo cuerpo diplomático pagamos decenas de millones de euros al año.
Una cantidad considerable, desde luego, pero escasa si se compara con todo lo que nos cuesta la macroburocracia de la Unión Europea, que se ha convertido en el laberinto más intrincado y más caro del Viejo Continente. Todo para que podamos asistir en directo a los ataques que nos dedican altas personalidades, como el español Joaquín Almunia, tan irreflexivo que no es capaz de comprender que sus declaraciones -calificadas por algunos como terrorismo económico- solo contribuyen a acrecentar el pánico dentro y la desconfianza fuera.
Pero al gigantesco despilfarro europeo todavía hay que sumar más derroches domésticos. Como los que se dilapidan en propaganda. No de otro modo se puede calificar el dispendio insostenible que generan las televisiones autonómicas, que viven confortablemente obesas alimentadas por el dinero extraído del bolsillo de los contribuyentes. Entre todas, consumen cada año 1.200 millones. Los canales catalanes se llevan 260 millones de financiación pública, la andaluza otras 200, y la gallega, cerca de 100 millones.
Junto con todo esto, no faltan otras partidas menores pero fácilmente reducibles. Desde la inoperante cámara del Senado -que cuesta 55 millones anuales- a los defensores del pueblo en las comunidades autónomas. Algunos, como el vasco y el catalán, tienen presupuestos de 4,7 y 7 millones, en tanto que el gallego consume 2.
Solo con aplicar racionalidad en algunas de las partidas enumeradas, el Gobierno podría haberle ahorrado a los contribuyentes una parte mucho más grande que todo lo que pretende conseguir empobreciendo el acceso a la sanidad, a la educación y a los imprescindibles servicios sociales.
Pero ni el Gobierno anterior ni el actual han tenido el coraje de actuar donde se hace evidente la necesidad. En lugar de racionalizar el modelo y acabar con el sobrecoste que han generado políticas electoralistas y prebendistas, se han empeñado en buscar más ingresos con mayores exacciones y recortes, atacando siempre las debilitadas expectativas de la clase media. El último y más sangrante ejemplo es la injusta subida del IVA que se nos anuncia como inminente e inevitable.
Puestos a buscar ingresos, en lugar de promover la amnistía fiscal para los que han eludido sus obligaciones, bien podría el Gobierno exigir el pago de los impuestos a los que se aprovechan de su situación de inexplicable privilegio, como ocurre con los clubes de fútbol, que deben entre todos nada menos que 750 millones a las arcas de Hacienda. O hacer afrontar las consecuencias de sus actos a los responsables de la quiebra del sistema financiero -desde los pésimos supervisores del Banco de España hasta los exdirectivos de entidades arruinadas-, en lugar de dejarlos irse tranquilamente a sus casas a disfrutar de jubilaciones millonarias.
Ahí, y no en los trabajadores de la empresa privada y en los maltratados funcionarios, es donde es preciso actuar. No se trata de recaudar decenas de miles de millones exprimiendo todavía más a la sociedad. Se trata de acabar con el disparate en que han devenido las estructuras políticas. De cortar justamente por lo insano. No hacerlo es ya mucho más que torpeza o negligencia. Es un caso de lesa patria. Y los ciudadanos no lo olvidarán.
En su empeño por sostenerlo y no enmendarlo, el presidente del Gobierno ha vuelto a lanzar un nuevo alegato contra la clase media. Con su habitual estilo, se ha limitado a decir hace apenas unas horas que vendrán más medidas duras y difíciles, pero se ha negado a concretar qué nuevas penalidades va a exigir a la población. Y mientras, los líderes del PSOE -ahora parapetados en su agujero- esperan el fatal anuncio mirando hacia otro lado, más pendientes de sacar rédito de las encuestas electorales que de los problemas reales que sufren hoy los ciudadanos.
Triste para España. Pero nada sorprendente en la forma de actuar de quienes han venido malgobernándonos desde que comenzó la crisis, hace ya cinco años, hasta llevar el país a la deriva.
El solo anuncio de semejantes presagios, después de todo lo ya vivido, revela la absoluta falta de perspectiva con que actúan los supuestos líderes, que han decidido pasar toda la factura, sin contemplaciones, a la gente esforzada, en lugar de rectificar y corregir los desmanes que ellos mismos han generado y alimentado hasta construir un Estado insostenible.
Ni uno solo de sus torpes movimientos se ha dirigido hasta ahora a favorecer la creación de empleo y riqueza. Y ni una sola de sus medidas ha apuntado al verdadero corazón de los desajustes, que no es otro que el exceso de gasto, despilfarro e ineficacia en el hipertrofiado aparato de las Administraciones públicas.
Si de verdad se tratase de reformar el país para hacerlo competitivo, mucho antes de tocar la sanidad, la educación y los servicios sociales habría sido necesario plantearse un modelo de Estado propio del siglo XXI, en lugar de seguir acrecentando, parche tras parche, una herencia decimonónica fundamentada en el disfrute del poder más que en el servicio a los ciudadanos.
Basta aproximarse someramente a algunas cifras para entender el dislate que se está produciendo en España por los excesos de una organización política insoportable.
Cuenta el país con más de 70.000 políticos. Todos juntos formarían una mediana ciudad, a la que habría que sumar como residentes no siempre bien censados a la pléyade de asesores, técnicos y cargos de confianza de que se dotan para ejercer sus funciones, casi siempre electoralistas. En ese grupo aparecen los 1.184 diputados de los Parlamentos autonómicos, que cobran entre 3.000 y 6.000 euros mensuales, aunque hay casos en que llegan a los 9.000. El coste global de esas Cámaras territoriales se acerca cada año a los 400 millones de euros.
Con esas cifras, ni los diputados ni los partidos políticos parlamentarios, que en el primer trimestre del año ya han percibido 17 millones de euros en subvenciones, son capaces de hacer creíbles sus discursos sobre la crisis, porque sus caras de circunstancias se antojan falsas, tan alejados como están en su comportamiento de lo que demandan al resto de los ciudadanos.
Si tomasen en serio los problemas que padece España, sabrían que hay instituciones obsoletas que pueden borrarse de un plumazo con el consiguiente ahorro para las arcas públicas. Como las diputaciones provinciales españolas de régimen común, que cuentan con unos ingresos anuales de más de 6.200 millones de euros.
En el caso de Galicia, estas instituciones predemocráticas aportan, además, ejemplos culminantes de derroche, como se observa en la creación de hipódromos, el mantenimiento de pazos, castillos y fincas, o la contratación irracionalmente exagerada de personal, como sucede en el caciquil caso de Ourense.
Por si fuese poco, Galicia cuenta con 315 municipios (siete más que todo Portugal), muchos de ellos incapaces de atender sus propias necesidades de funcionamiento. Cerca del 40 % no logran ingresar por sus servicios ni la mitad de lo que se les aporta desde los presupuestos del Estado y de la Xunta.
Las comunidades autónomas, resultantes en tantos casos del irracional café para todos, se han convertido en el gran sumidero de los impuestos de los contribuyentes, con presupuestos que -salvo las de menor población- rondan o superan los 10.000 millones anuales, hasta llegar a cifras como los 16.000 de Madrid o los 32.000 de Andalucía y Cataluña.
Gran parte de ellas generan deudas inasumibles, como los 41.800 millones de Cataluña, los 20.800 de Valencia, o los 7.000 de Galicia. En total, la deuda reconocida por las comunidades autónomas en el año 2011 superó los 140.000 millones.
Algunas de ellas, enfrascadas en su política narcisista, continúan incrementando su ego abriendo supuestas embajadas privativas, como si no fuesen ya suyas todas las que España tiene en el mundo, por cuyo cuerpo diplomático pagamos decenas de millones de euros al año.
Una cantidad considerable, desde luego, pero escasa si se compara con todo lo que nos cuesta la macroburocracia de la Unión Europea, que se ha convertido en el laberinto más intrincado y más caro del Viejo Continente. Todo para que podamos asistir en directo a los ataques que nos dedican altas personalidades, como el español Joaquín Almunia, tan irreflexivo que no es capaz de comprender que sus declaraciones -calificadas por algunos como terrorismo económico- solo contribuyen a acrecentar el pánico dentro y la desconfianza fuera.
Pero al gigantesco despilfarro europeo todavía hay que sumar más derroches domésticos. Como los que se dilapidan en propaganda. No de otro modo se puede calificar el dispendio insostenible que generan las televisiones autonómicas, que viven confortablemente obesas alimentadas por el dinero extraído del bolsillo de los contribuyentes. Entre todas, consumen cada año 1.200 millones. Los canales catalanes se llevan 260 millones de financiación pública, la andaluza otras 200, y la gallega, cerca de 100 millones.
Junto con todo esto, no faltan otras partidas menores pero fácilmente reducibles. Desde la inoperante cámara del Senado -que cuesta 55 millones anuales- a los defensores del pueblo en las comunidades autónomas. Algunos, como el vasco y el catalán, tienen presupuestos de 4,7 y 7 millones, en tanto que el gallego consume 2.
Solo con aplicar racionalidad en algunas de las partidas enumeradas, el Gobierno podría haberle ahorrado a los contribuyentes una parte mucho más grande que todo lo que pretende conseguir empobreciendo el acceso a la sanidad, a la educación y a los imprescindibles servicios sociales.
Pero ni el Gobierno anterior ni el actual han tenido el coraje de actuar donde se hace evidente la necesidad. En lugar de racionalizar el modelo y acabar con el sobrecoste que han generado políticas electoralistas y prebendistas, se han empeñado en buscar más ingresos con mayores exacciones y recortes, atacando siempre las debilitadas expectativas de la clase media. El último y más sangrante ejemplo es la injusta subida del IVA que se nos anuncia como inminente e inevitable.
Puestos a buscar ingresos, en lugar de promover la amnistía fiscal para los que han eludido sus obligaciones, bien podría el Gobierno exigir el pago de los impuestos a los que se aprovechan de su situación de inexplicable privilegio, como ocurre con los clubes de fútbol, que deben entre todos nada menos que 750 millones a las arcas de Hacienda. O hacer afrontar las consecuencias de sus actos a los responsables de la quiebra del sistema financiero -desde los pésimos supervisores del Banco de España hasta los exdirectivos de entidades arruinadas-, en lugar de dejarlos irse tranquilamente a sus casas a disfrutar de jubilaciones millonarias.
Ahí, y no en los trabajadores de la empresa privada y en los maltratados funcionarios, es donde es preciso actuar. No se trata de recaudar decenas de miles de millones exprimiendo todavía más a la sociedad. Se trata de acabar con el disparate en que han devenido las estructuras políticas. De cortar justamente por lo insano. No hacerlo es ya mucho más que torpeza o negligencia. Es un caso de lesa patria. Y los ciudadanos no lo olvidarán.
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