domingo, 18 de octubre de 2020

El primer beso (II)

 

De adolescente preguntaba cómo sería mi primera experiencia oral-osculatoria. Llevaba unas semanas saliendo con una chica que me hacía sentir algo especial y diferente, como si en mi interior se reprodujera alguna canción de Adamo. Mi pensamiento estaba siempre ocupado viendo su imagen, su sonrisa, su tacto cuando uníamos nuestras manos, su olor, su cabello rubio cubriéndole la cara, su simpatía. Pero ¿cómo sería su sabor?

Aquella tarde lluviosa decidimos ir al cine. Por el camino bajo el paraguas aproximamos nuestros cuerpos y nuestras cabezas se aproximaron juguetonamente y nuestras frías mejillas prolongaban sus encuentros aproximando tímidamente las comisuras bucales.

Comenzada la película y esperando una escena en la que predominara mayor oscuridad, después de haber hecho algunas maniobras posicionales con mi pierna derecha y aproximado mi mano a su cabeza, giré la suya, me miró con lánguidos ojos, nos abrazamos unos segundos para después unir nuestros deseosos labios en un beso inicial y tímido que se fue repitiendo a lo largo de la tarde.

El primer beso (I)

 

Llevaba algún tiempo pensando en atreverme a besarla y deseando que llegara ese momento. Y llegó aquella tarde, en el cine.

Comenzó la sesión con el NO-DO obligatorio y esperé al comienzo de la película –de la que no recuerdo el título- para hacer movimientos acomodaticios en la butaca y que ella se diera cuenta del acercamiento y así yo valoraba si mi estrategia progresaba adecuadamente. Iba a ser la primera vez y no podía fallar.

Aquellos asientos de entonces permitían aproximar tu muslo y presionarlo con el de quien tenías  tu lado. ¡Funcionó! Después, disimuladamente, pasé mi brazo derecho por encima de sus hombros, sin tocarlos, y lo apoyé en la parte superior del respaldo de su butaca y comencé a darle toquecitos en su hombro tanteando su aceptación. ¡Vamos bien! Poco a poco mi mano, tocando su mejilla haciéndole girar su cabeza suavemente. Me miró, yo la miré y nos besamos.

domingo, 11 de octubre de 2020

La casa de los amigos de mis padres

 

Nuestros padres nos llevaron a casa de mi amiga Angie que vivía en el campo. Nos gustaba ir porque alrededor de la misma había una viña y en esos días, podíamos probar las uvas, ya que estaban en plena recolección de las mismas. Además nos gustaba ver cómo las cogían y ayudábamos a hacerlo.

Aquel día entramos directamente en casa, ya que había tormenta y llovía. Ya dentro de la casa nos alegramos al percibir nuestra nariz el olor a bizcocho que estaba elaborando Enriqueta. Entramos en la cocina a saludarla y nos indicó que pasásemos a las habitaciones del servicio a hacer lo mismo con los demás trabajadores. Allí nos encontraron nuestros amigos Angie y Juanjo con quienes nos fuimos a jugar al cuarto de los juguetes, que lindaba con una salita donde estaba mamá y Lourdes. Al fondo, al lado de la cocina, estaba el comedor y frente a el estaba el salón donde me asustaba entrar, ya que colgaban de sus paredes muchas cabezas de animales.

Luego, los niños, nos subimos a la planta de arriba a observar detrás de los cristales de las habitaciones los relámpagos y oír los truenos.

La casa de nuestros amigos

 

La casa de nuestros amigos Fernando y Lourdes estaba en una rodeada de vides, aquella tarde mojadas por la lluvia, que despedían un olor que evocaba muchos recuerdos. Conforme nos acercábamos a la enorme puerta del caserón sufríamos la aspereza de las piedras del suelo, en las plantas de nuestros pies.

No había subido nunca a la planta de arriba. Sí conocía la bodega, que ocupaba todo el sótano de la vivienda. Allí reposaba el vino de cosechas anteriores, en ciento cuarenta barricas de madera.

Aquel día sugirió mi amigo subirnos a la biblioteca, ya que ni en la bodega ni en el salón de la planta baja había luz suficiente debido a la oscuridad que producían las nubes de la tarde. Conocimos así las seis habitaciones con cuarto de baño, así como la biblioteca, repleta de libros antiguos y una vieja gramola que aún sonaba.

En la planta baja, emanando característico olor a especias, se encontraba la cocina, las habitaciones del servicio y un amplio salón ornamentado con los trofeos de caza de Fernando, así como una pequeña sala de cine, una salita para las féminas y el comedor  donde probamos, como siempre, el sabroso bizcocho que elaboraba la chacha.

lunes, 5 de octubre de 2020

Borrador de una impresión

 Querida Carmen:

Después de leer tu artículo, perdón por mi falta de tiempo, aunque un poco tarde, llego a la conclusión de que te has curado casi del todo de tu timidez, si es que alguna vez la padeciste.
Desde que sentí por primera vez tu enigmática mirada, te he seguido. He querido conocerte personalmente, e incluso entablar amistad, porque en esa mirada intuyo que hay mucha vivencia escondida, que me gustaría conocer para enriquecer mi conocimiento de las personas. Pero soy un pobre y sencillo médico rural que, renunciando a hospitales seguros y laboratorios de investigación, decidió en su momento servir como "misionero" en el pueblo donde ha decidido terminar sus días (fin lejano, espero) entregado a engrandecer a las personas y a hacerlas felices.
Pero, dejando mi historia, que es apasionante (lo digo yo, pecando de inmodestia, porque mis abuelos fallecieron ya hace años), pasemos a hablar de tu timidez.
¿Timidez? Te he leído decir que cuando pequeña eras un poco pasada de kilos. Me da la impresión de que aunque estuvieras "acomplejada" (que no lo creo) por aquella figura, interiormente alimentabas tu espíritu con ese "ya verán" que te hizo producir en tu interior una serie de reacciones neuroendocrinas que llevaron a transformarte. Tu "timidez" de entonces no era timidez, ni siquiera complejo, sino falta de sincronización formal: tu forma física no coincidía con tu forma espiritual, sí con tu sentimiento vital.
Termino y no distraigo más tu atención. Si no he conseguido variar en algo tu opinión acerca de tu timidez, te ruego perdones mi atrevimiento por pensar y escribir como lo he hecho, y sobre todo por haberte hecho perder tu precioso tiempo.
Un beso.

sábado, 3 de octubre de 2020

MI TIA ROSA

Entré hasta el fondo de la casa buscando a mi tía-abuela, de quien su hermana me había gritado despectivamente que estaba “por ahí adentro”.

-¡Tita, tita! ¿Dónde estás? –Iba diciendo mientras me adentraba hasta el corral por aquel corredor, oscurecido, ya que acababa de ponerse el sol.

Un sonido familiar llegó a mis oídos y me extrañó porque sabía que no había animales en la casa, pero lo que se oía era lo mismo que cuando meaba una yegua. Era mi tía que, de pie con las enaguas remangadas y con las piernas abiertas, estaba orinando. La impresión me hizo salir corriendo en sentido contrario y esperarla rogando a Dios que no me hubiera visto.

La esperé al final del pasillo que se oscureció aún más al volver mi chacha, corpulenta y algo obesa, que se alegró al verme. Con una amplia sonrisa me saludó dándome un abrazo con muchos besos, al que yo respondí temerosamente, disfrutando de la suavidad de su cara, blanca y aterciopelada, sin arrugas, a la par que apreciaba el olor a jabón Lifebuoy con el que acostumbraba lavarse. Aquella tarde se había recogido su pelo canoso y liso en un moño bajo, lo que era señal de que esperaba visita de compromiso, ya que no era muy dada a las relaciones sociales, a pesar de que en su juventud había tenido amistades de postín.

-¡Hola pequeño! ¿No vendrás a pedirme los dos reales?, que hoy no es domingo.

Su saludo cariñoso –opuesto a los de su hermana, huraña y poco familiar-  se completó regalándome una flor de dulce elaborada por ella, que nos deleitaba el paladar a los pocos que teníamos el privilegio de conseguirlas. Sus ojos claros brillaron de emoción al ver que aquel niño disfrutaba de algo que había creado ella.