sábado, 3 de octubre de 2020

MI TIA ROSA

Entré hasta el fondo de la casa buscando a mi tía-abuela, de quien su hermana me había gritado despectivamente que estaba “por ahí adentro”.

-¡Tita, tita! ¿Dónde estás? –Iba diciendo mientras me adentraba hasta el corral por aquel corredor, oscurecido, ya que acababa de ponerse el sol.

Un sonido familiar llegó a mis oídos y me extrañó porque sabía que no había animales en la casa, pero lo que se oía era lo mismo que cuando meaba una yegua. Era mi tía que, de pie con las enaguas remangadas y con las piernas abiertas, estaba orinando. La impresión me hizo salir corriendo en sentido contrario y esperarla rogando a Dios que no me hubiera visto.

La esperé al final del pasillo que se oscureció aún más al volver mi chacha, corpulenta y algo obesa, que se alegró al verme. Con una amplia sonrisa me saludó dándome un abrazo con muchos besos, al que yo respondí temerosamente, disfrutando de la suavidad de su cara, blanca y aterciopelada, sin arrugas, a la par que apreciaba el olor a jabón Lifebuoy con el que acostumbraba lavarse. Aquella tarde se había recogido su pelo canoso y liso en un moño bajo, lo que era señal de que esperaba visita de compromiso, ya que no era muy dada a las relaciones sociales, a pesar de que en su juventud había tenido amistades de postín.

-¡Hola pequeño! ¿No vendrás a pedirme los dos reales?, que hoy no es domingo.

Su saludo cariñoso –opuesto a los de su hermana, huraña y poco familiar-  se completó regalándome una flor de dulce elaborada por ella, que nos deleitaba el paladar a los pocos que teníamos el privilegio de conseguirlas. Sus ojos claros brillaron de emoción al ver que aquel niño disfrutaba de algo que había creado ella.

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