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Un abrazo y espero que pronto podamos
encontrarnos.
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Principio del
formulario
Cristina
I
Entró tímidamente en la consulta, pidiendo permiso. Su
mirada se acompañaba de una sonrisa monalisina que denotaba
preocupación. Le insistí en que tomara asiento, ya que la experiencia me decía
que aquella chica quería contarme algo más que un simple dolor de garganta. No
era la primera vez que escenas como aquella nutrían mi práctica profesional.
Cuando nos despedíamos, al terminar la consulta, le
entregué las recetas, le alargué la mano y la mantuve estrechada mientras le
hablaba mirándole directamente a sus ojos.
-Cristina, te conozco desde hace muchos años y estoy
convencido de que tienes otro problema del que no me has hablado. Te quiero
decir que me tienes a tu disposición para lo que necesites y que me puedes llamar
en cualquier momento con total libertad y confianza.
-No, no, don Leandro. No quiero molestarlo más. De
verdad que no tengo otro problema. Son cosas mías. Quede usted con Dios.
Salió
de la consulta con la cabeza agachada y no cerró la puerta, como hacía siempre
manteniendo su mirada y sonriéndome.
Volvió al día siguiente.
-Hola Cristina ¿No estás mejor?
-Sí, don Leandro, si lo estoy, pero es que no he
dormido bien esta noche y estoy muy intranquila.
-¿Sospechas a qué es debido? ¿Te ha ocurrido esto
antes? ¿Estás preocupada por algo?
Sus
respuestas fueron cortantes y evasivas como no queriendo sincerarse. Tras unos
minutos en los que se alternaron períodos de silencio, tímidas sonrisas, muecas
y miradas comprensivas mostrando sosiego, ocurrió algo que me indujo a cogerle
las manos y mirarla a los ojos que de golpe tomaron
un brillo especial y comenzaron a derramar unas lágrimas que corrieron por sus
mejillas dejando marcados sendos surcos en el maquillaje que embellecía su cara.
-Creo que estoy embarazada, don Leandro.
-¿Por qué lo crees, Cristina? ¿Te has hecho un test de
gestación?
-No, pero sí hice algo hace unas semanas de lo que me
arrepiento y avergüenzo.
-¿No será que tienes miedo y eso te impide que te baje
la regla y creas que estás encinta?
Se
sorprendió por mi pregunta, me reconoció que tenía unos ciclos muy regulares y
que llevaba más de una semana de retraso. Pero su preocupación y su angustia
las motivaba el hecho de haber sido inducida por un chico que había
conocido hace un mes, con quien una noche
compartió cama acompañados por el alcohol.
-¿Qué será de mí? ¡Qué vergüenza cuando se enteren mis
padres! ¿Qué voy a hacer ahora, si ni siquiera somos novios y apenas nos
conocemos?
La
consulta se prolongó apareciendo más miedos, sentimientos, pesadumbre,
pero también consejos, ánimo, apoyo y ofrecimiento para facilitar la asunción
de aquella eventualidad por parte de sus padres.
No
volvió a aparecer por la consulta. De vez en cuando, conforme pasaba el tiempo,
me preguntaba qué habría sido de ella, cómo abordaría ante su familia el
embarazo no deseado, cómo sería su vida ahora.
II
Claudio vivía en una pensión de Olivares, pueblo
cercano a Sevilla adonde había ido a vivir después de conseguir trabajo en las
obras de la Expo92 que comenzaban a ejecutarse. Lo llamé por teléfono para
hablar con él y exponerle el problema que se nos presentaba. La mesonera
descolgó el auricular y me saludó amablemente, pero al decirle con quien quería
hablar, cambió de tono y refunfuñando se fue a llamarlo a su habitación.
Me pareció oírle decir entre dientes que aún no le había pagado las
últimas semanas de estancia.
-Hola Claudio, tenemos que vernos ya que tengo
algo importante que contarte.
-¿Qué pasa, quieres repetir lo que hicimos la
última noche que nos vimos?
-Te espero esta tarde a las seis en la trasera de la
iglesia. Adiós.
Llegó
veinte minutos tarde y ello me permitió volver a repasar y poner en orden lo
que tenía que decirle. Apareció mostrando una
sonrisa libidinosa a modo de saludo.
-Bueno, tía ¿qué es lo que quieres? ¿Para qué me has
hecho venir?
-Tengo que decirte algo que no sabes ya que no
nos hemos vuelto a ver desde la feria del pueblo.
-Bueno, tú dirás.
-¿Recuerdas lo que hicimos aquel día? O mejor lo
que me hiciste.
-¡Como para no recordarlo! Una virgen no se pilla
todos los días. ¡Qué! ¿Que no te gustó?
-Me engatusaste aquella noche, me convenciste para que
bebiera, a pesar de haberte dicho que no me gustaba el alcohol; me sentó mal y
me persuadiste para que fuera a tu pensión a recuperarme y no presentarme en
ese estado en el cuartel. Estando en tu habitación, me entró sueño y me tumbé
en tu cama. Recuerdo, como en sueños, que me desnudaste y que de repente sentí
un dolor intenso que me despertó y vi cómo estabas encima de mí produciéndome
más dolor e impidiéndome liberarme de ti.
-¡Qué buen rato! ¿Verdad?
-Buen rato para ti, porque lo único que sentí yo fue
dolor y rabia. Pues que sepas que llevo dos semanas de retraso y que yo soy
puntualísima con la regla. Me duelen los pechos y de vez en cuando tengo
náuseas.
-¿Y qué quieres que haga yo? ¡Pues ve al médico!
-Ya he ido. Me ha hecho la prueba de embarazo y ha
salido positiva. Estoy preñada.
-¡Claro, y yo soy el padre! ¿No?
-¿Quién va a ser si no? Era la primera vez que lo
hacía y por la experiencia, te juro que no volveré a hacerlo en mucho tiempo.
-Pues yo no quiero saber nada. Así que tú
te arreglas como puedas –me dijo con
prepotencia.
-No es esa la respuesta que esperaba de ti. Pensaba
que la noticia te importaría algo, que al menos te interesarías un poco por mí
y por lo que viene de camino.
-Pues eso es lo que hay. Es tu problema.
-Me has demostrado lo que eres y me queda claro que
con ese fondo que tienes no se puede construir una familia ni un futuro. Saldré
adelante sola. En este momento se termina definitivamente nuestra corta
relación. No vuelvas a dirigirme la palabra.
III
Al
salir aquella tarde de la clínica donde trabajaba como auxiliar, Cristina
estaba decidida a contar a sus padres que estaba embarazada. Cuando llegó a su
casa, Gregorio y Elisa estaban tomando el aperitivo, como solían hacer antes de
cenar. Dejó las llaves en el taquillón de la entrada, al lado del tricornio,
los saludó dando un beso a cada uno y se sentó frente al sofá que ocupaban sus
padres.
-Tengo que anunciaros algo importante y os ruego que
antes de decirme nada debéis saber que os quiero más que a nada ni nadie en
este mundo, y que a pesar de que no os va a gustar lo que os voy a contar, os
diré que estoy firmemente decidida a seguir adelante y a encarar con firmeza mi
futuro.
-¡Esta hija nuestra se nos va de casa, Gregorio!
-Sí mamá, me iré si vosotros me lo pedís.
-Entonces ¿es otra cosa? –contestó Elisa.
A
partir de ese momento Cristina agachó la cabeza y comenzó a contarles su
circunstancia, ante un silencio absoluto por parte de sus padres, que le
escuchaban inmóviles y sin interrumpirla. Tras el relato de aquella mala
experiencia, hizo una pequeña pausa, tragó saliva y no pudo terminar su exposición,
ya que cuando iba a continuar pidiéndoles perdón por lo que había hecho y por
haberlos defraudado, su padre se levantó de repente, se dirigió a ella y la
abrazó, mientras Elisa, emocionada, rompía en llanto.
-Hija –comenzó a decirle Gregorio- sabes que soy
persona recta y formal y que tu madre y yo te hemos educado como mejor hemos
podido pero siempre basándonos en los principios de honradez, decencia, bondad
y solidaridad con los más necesitados. Te hemos dado una libertad de la que
nunca has abusado. Ni en esta ocasión podemos decir que lo hayas hecho, ya que
has sido engañada y forzada por un desalmado que se ha aprovechado de ti, que
aunque mayor de edad y responsable de tus actos, irradias pura inocencia. No tienes
que preocuparte por nada relacionado con este embarazo. Vamos a estar siempre a
tu lado y te vamos a ayudar y apoyar todo en lo que podamos.
IV
Aquel fin de semana Leandro decidió visitar la Expo92,
que había sido inaugurada hacía pocas semanas. No tenía guardia y le apetecía
tanto a él como a su familia conocer, por fin, lo que había oído de aquella
monumental obra de extraordinaria extensión y organización; deseaba visitar
pabellones y pasear por sus anchas aceras a los lados de amplias avenidas y
extensas zonas verdes y arboledas, con un microclima especial para soportar el
calor húmedo del Guadalquivir a su paso por Sevilla.
Dentro del recinto ferial, tras informarse del procedimiento de visitas,
comenzaron a recorrer pabellones. Cuando llegó la hora de comer, los niños llevaban
un rato reivindicando su necesidad. Así que se dirigieron a pie a uno de los
restaurantes cercanos al pabellón por el que comenzarían la visita de la
tarde.
Por
el camino, le llamó la atención una pareja de jóvenes, embarazada ella, que llevaban
de la mano a un niño que jugueteaba con el padre.
-¿No
es aquella chica embarazada que viene por ahí la hija de Gregorio, el guardia
civil que se fue inesperadamente del pueblo hace cinco años?
-Sí,
se parece, pero no creo que sea ella. Estaba soltera cuando dejaron el pueblo.
No ha pasado tanto tiempo como para casarse y de tener un hijo de esa edad.
Habían transcurrido unos segundos tras cruzarse ambas familias cuando oyó su
nombre y volvió la cabeza.
-¿Don
Leandro?
-Sí.
¿Quién eres? –dijo simulando desconocimiento.
Efectivamente el médico había acertado en el comentario que había hecho a su
mujer sobre la identidad de la chica. Se saludaron e hicieron las
presentaciones oportunas y como todos iban al mismo restaurante, Leandro
propuso comer juntos y así ponerse al día.
Cristina apenas tomó bocado. No paraba de hablar.
Estaba eufórica con el encuentro. Tenía que contarle a la
persona a quien había confiado su secreto y que en su día
se había ofrecido a ayudarla, que
aquella consulta y sus palabras y gestos durante la misma, le habían servido de
mucho para encarar su decisión y su futuro.
Les contó lo agradecida que estaba a sus padres por el
sacrificio que habían hecho y por su comprensión. En el nuevo cuartel adonde su
padre solicitó traslado, lejos de Olivares, fueron muy bien acogidos y se
integraron pronto en el pueblo. Cuando nació Salvio se sintió muy arropada por
las otras familias del cuartel. Poco a poco fue saliendo a la calle y aumentando
su círculo de amistades. Un día apareció Jorge y desde entonces no
cesaron de surgirle buenas nuevas en su vida. Encontró trabajo al año de nacer
el niño, se casaron poco después y se fueron a vivir a la casita de soltero de
Jorge, donde pensaban permanecer algunos años y posteriormente se construirían
otra más amplia. Su padre estaba a punto de jubilarse y tenían previsto
quedarse a vivir cerca de su hija para ayudarle a criar a los niños.
Su marido había reconocido legalmente a Salvio y le
dio sus apellidos. Intentaron darle una hermanita, pero en la última revisión
el ecógrafo descubrió que era otro varón, al que le pondrán de nombre Alvaro.
Continuaron hablando sin preocuparse por el tiempo
hasta que un camarero les indicó que ya era tarde y tenían que recoger las
mesas para dejarlas preparadas para las cenas.
Se despidieron con la promesa de volverse a ver y
Cristina regresaría con toda la familia a Olivares a enseñar a Salvio el pueblo
donde fue concebido.
Desde pequeño me ha gustado escribir. Comencé a hacerlo en el internado, rellenando las hojas de mi diario, narrando lo que me había sucedido durante aquella jornada. Conforme fui cumpliendo años, se fueron distanciando las citas y encuentros conmigo mismo.
Va pasando el tiempo y va aumentando mi edad, pero también voy teniendo experiencias, conociendo más personas, contemplando prodigios, viviendo emociones y siempre he deseado que llegara el momento en el que pudiera dedicar unas horas a mi persona para poder llevar a cabo muchas tareas que me gustan y hasta ahora no he podido dedicarme a disfrutarlas.
Como he comentado antes he tenido relegada la escritura durante años a una ocupación testimonial inversamente proporcional a la intensidad de experiencias que como médico rural iba teniendo. Me repetía continuamente que todas esas historias tenía que escribirlas para que sirvieran a los demás: mis compañeros y la población en general. Serviría para que mis jóvenes colegas recién terminada su formación conocieran la parte atractiva de la vida rural y la convivencia directa con los vecinos durante una larga etapa. En mi caso he llegado a conocer –no simultáneamente- hasta siete generaciones de una misma familia: bisabuelos, abuelos, padres, paciente, hijos, nietos y bisnietos. Esa linealidad –como la llamamos los médicos de familia- en la atención a las personas y a la comunidad es muy satisfactoria y agradecida, así como sentir el cariño, la confianza y el reconocimiento de los vecinos es muy gratificante.
Cargar con la responsabilidad que supone la labor preventiva y de promoción de la salud empoderando a los ciudadanos enseñándoles a autocuidarse es muy importante. Que sientan seguridad en la confianza de que su médico está allí con ellos y que se preocupa no solo de su salud sino de otros factores que influyen sobre ella, como el medio ambiente, la herencia genética, la situación socio-económico-laboral de cada familia, el estado de ánimo, la educación, además del sistema sanitario.
Cada línea de las escritas más arriba va cargada de multitud de experiencias y anécdotas. Creo firmemente que narrándolas, mis jóvenes compañeros que terminan la especialidad de Medicina de Familia y Comunitaria se animarían a venirse a los pueblos, dentro de los cuales yo les recomendaría que escogiesen los más pequeños.
También serviría a los vecinos de estas poblaciones no solo a sentirse más protegidos sino también a concienciarse de aspectos desconocidos para ellos que compensarían necesidades no sentidas hasta que no se les ha enseñado la importancia de cubrirlas.
Todo lo dicho anteriormente, adornado de ejemplos de casos concretos que amenizarían y harían atractiva la lectura, escrito con sentimiento y cariño, se podría plasmar en una novela, que podría no ser original, ya que hay algunas similares ya escritas. Pero serían mis relatos, sería mi vida y la visión que tengo de ella y del sufrimiento y de la muerte. Aunque no sería las última. Muchas de las vivencias que narrara en esta primera, darían lugar a otras no menos atractivas.
Aquel trueno fue muy oportuno. Nos despertamos sobresaltados, ya que el sonido del mismo y el resplandor del relámpago casi simultáneo nos asustaron. Nos llevamos otra impresión al mirar el reloj: se nos había olvidado programarlo para que nos despertara una hora antes de la habitual y ya pasaban diez minutos de ese momento.
Con el ruido de fondo de tormenta y el agua-viento castigando las ventanas nos vestimos con rapidez. Sin sentarnos, tomamos un café con un par de galletas. Saqué el coche y nos alejamos de la casa mientras veía por el retrovisor cómo se cerraba la puerta de la cochera.
Ese día era muy importante para mí. De aquel examen-oposición dependía nuestro futuro. Por eso había pensado levantarme con tiempo suficiente para recorrer tranquilo los ciento treinta kilómetros que separaban nuestro domicilio del lugar donde se celebraría la prueba.
El agua continuaba cayendo sin clemencia. La visibilidad estaba muy reducida. Conducía despacio y con mucha precaución. Aunque restaba aún tiempo suficiente para llegar a la hora del comienzo del examen, comencé a observar con inquietud el avance de los dígitos del reloj y a calcular. De repente un ruido extraño y continuado a la par que cimbreante me puso en alerta.
Nos levantamos muy temprano aquella mañana de domingo. Mejor, tengo que decir, que nos despertó Jacinto, nuestro hijo mayor, poniendo el sonido del tocadiscos a todo volumen reproduciendo “Primavera” de Vivaldi. Sabía que a su madre y a mí nos encantaba escuchar Las Cuatro estaciones y aquella mañana, que era especial para él, nos gratificó de esa manera.
-¡Papá, mamá, levantaos ya! Tenemos que llegar con tiempo a la iglesia.
-Ya vamos, ya vamos, decíamos mientras él se abrazaba a nosotros muy sonriente y diciéndonos que era un día grande –como les había dicho el cura- ya que iban a recibir al Señor.
Sus dos hermanos pequeños, Sonia y Pepe, lo acompañaban haciendo coro con él. Habían subido las persianas y un sol espléndido iluminaba la casa.
Después de desayunar, asearnos y vestirnos nos dirigimos a la iglesia para participar en la ceremonia de la primera comunión de los niños del grupo de Jacinto, quien caminaba con empaque y muy en su papel de protagonista, consciente del punto de inflexión que aquel acto iba a suponer en su vida. Mientras sus hermanos saltaban alrededor de nosotros.
Parecía imposible lo que estaba viendo: Un señor muy mayor, vestido con deslucida sotana negra pasaba delante de mí con lento caminar. Aún así guardaba un porte que me recordaba a Don José, el cura de mi pueblo siendo yo pequeño.
-¿Don José? –le llamé.
El sacerdote se volvió lentamente asintiendo que así se llamaba.
-¿Es usted Don José Salas Giménez, con “G”?
-Sí, así me llamo.
-Soy Benjamín García Salteras, antiguo monaguillo suyo cuando estuvo de párroco en Quilva.
-Déjame recordar. Dame algún dato más, alguna anécdota.
-Con usted, tengo muchas, pero hay una que no habrá olvidado. Una Semana Santa me encargó que le buscara doce jóvenes que harían de apóstoles y les lavaría los pies durante los oficios del Jueves Santo.
-¡No sigas! Yaaaa yaaa recuerdo. ¡Qué poca vergüenza! ¡Qué indignidad!¡Qué falta de respeto! ¡Cómo olvidarlo, si os expulsé de la iglesia atosados de risa. Aún no sé por qué os reíais.
-¿No dedujo usted el porqué? ¿No se dio cuenta que fue inmediatamente después de quitarse el calcetín Antonio Ramal, cuando se inundó la iglesia de un putrefacto olor que nos provocó la risa después de intentar contenernos?
-¡Ya te he reconocido! Te diré que tengo otra anécdota aún más grave.
-Cuéntemela Don José.
-También sucedió en Semana Santa, tiempo en el que se formaban largas filas de hombres para confesarse. Aquel día me llamó la atención que la cola no entraba en la iglesia sino que le daban la espalda y aguardaban turno para entrar en los camerinos del teatro que cada año se instalaba en la explanada esperando la feria, que comenzaba diez días después. Te puedes imaginar los coscorrones y bastonazos que repartí aquella noche y la vergüenza que pasé.
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